By Andrés Dauhajre Jr. Nov 24, 2025

La apóstol de la lectura

 

Por Andrés Dauhajre hijo

Fundación Economía y Desarrollo, Inc.

 

¿Apóstol? Definitivamente. Una mujer que es capaz de entrelazar palabras, frases y oraciones que desembocan en un concierto encantador y mágico de párrafos, páginas y libros que, al terminar de leerlos, nos obligan a abrazarlos y atesorarlos, debe ser una enviada.  Vengo de una familia profundamente católica. Por eso siento cierta inclinación a imaginar quién es el responsable de haber enviado a Irene Vallejo a predicar su evangelio por la lectura.

 

Mi encuentro con El infinito en un junco, su magnum opus, fue promovido hace unos años por mi hermana Yasmín Chaljub. La lectura de este monumental regalo de cumpleaños me impactó profundamente.  Tanto, que puse en duda el origen terrenal de la autora. ¿Extraterrestre? ¿Tocada e iluminada por el Creador para transmitir un nuevo evangelio? Mi convencimiento de que estamos frente a una enviada se profundizó cuando la escuché responder las muy articuladas, sabias y, sobre todo, reflexivas preguntas que José Mármol deslizó sobre Irene en el conversatorio organizado por Mar de Palabras el pasado miércoles en el Auditorio del Banco Central. Es común encontrar humanos que escriben como ángeles celestiales y nos decepcionan cuando expresan oralmente sus ideas y pensamientos. Con la Vallejo, la comunión de sus prosas escrita y oral es inexplicablemente asombrosa. Sus respuestas revelan no sólo que fue dotada de un cerebro con superávit de neuronas perfectamente alineadas para pensar lógicamente, sino también, para emitir sin pausas, respuestas cargadas de sentimientos, emociones y vivencias íntimas que convergen en una lírica que atrapa al que la escucha. 

 

Yasmín sabía que desde hace una década había caído en la adicción de coleccionar libros de economía, política e historia. Mi objetivo era reunir, en un solo lugar, los libros antiguos escritos por todos y cada uno de los pensadores, filósofos, médicos, teólogos, monjes, historiadores, matemáticos y economistas que contribuyeron a conformar lo que hoy se conoce como ciencia económica. La adicción fue provocada por mi esposa Elizabeth cuando, hace 20 años, me regaló los tres bellos tomos de la séptima edición inglesa de La Riqueza de las Naciones, de Adam Smith. Se mantuvo dormida durante años, quizás inducida por mi intensa participación en el debate sobre las políticas públicas que hemos tenido en el país desde que en 1983 regresé al país, luego de haber concluido mi doctorado en Columbia. La semilla de la adicción estaba ahí, lista para germinar en algún momento. Cuando lo hizo, se adueñó de mí. Solo la restricción presupuestaria la contiene.

 

Esa adicción por las primeras ediciones de las obras de Jenofonte, Khaldun, Oresme, Azpilcueta, Maquiavelo, Bodin, Hobbes, Locke, Montesquieu, Quesnay, Hume, Mirabeau, Smith, Paine, Hamilton, Malthus, Say, Ricardo, Tocqueville, Mill, Marx, Walras, Jevons, Menger, Marshall, Pareto, Fischer, Pigou y Keynes, entre otros, así como la de los premios Nobel de Economía, explica el porqué, desde que empecé a leer El infinito en un junco, quedé atrapado.  Debo revelar que mi deseo de determinar con quién me identificaba más, si con los jinetes buscadores de libros o el Rey de Egipto, el Señor de las Dos Tierras, que deseaba reunir en la Gran Biblioteca de Alejandría “todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos”, me obligó a leer varias veces las dos primeras páginas del Prólogo. No me tomó mucho tiempo concluir que, en no pocas ocasiones, como pueden atestiguar mi esposa, mis hijos y yernos cuando me han acompañado a las tiendas de libros Strand, Argosy, James Cummins en New York; a Peter Harrington y Maggs Bros en Londres; o a las ferias internacionales de libros antiguos, asumo los dos roles y me convierto en un Ptolomeo a caballo.

 

Admiro a todos los que han migrado con éxito a la biblioteca infinita que ofrece el libro digital. Los admiro porque nunca podré lograrlo. Mi adicción a mirar, tocar y oler los libros e incluso, llevarlos a restaurar a Argosy o a Harcourt cuando los he adquirido en pésimas condiciones, me lo impide. Hay muchas formas para lidiar con el estrés.  En mi caso particular, lo logro cada vez que uno de mis jinetes, entre los cuales resaltan FedEx, UPS, Aeropaq, mis hijos y yernos, me entregan libros que he comprado a proveedores extranjeros. Escribir en mi Mac, rodeado por esta minibiblioteca de libros antiguos de economía, política e historia, me ha permitido construir aquí, en el plano terrenal, un hábitat que me permite leer, investigar, aprender y mezclar palabras y números para contribuir, en la medida de mis posibilidades, al debate sobre las políticas públicas necesarias para promover el desarrollo integral de nuestra nación.

 

La apóstol Irene nos ilustró la semana pasada sobre el valor y los beneficios de la lectura. Su lírica nos contó que la lectura acelera la producción de ideas, potencia la imaginación y nos hace mejores electores en la democracia, apoyándose en el señalamiento de Antonio Basanta, citado por Irene en su Manifiesto por la lectura, cuando advierte que la palabra lector deriva del término elector. La escritora zaragozana explicó que estudios científicos han revelado que la lectura es la mejor terapia “para la rehabilitación de daños neurológicos, para prevenir el alzhéimer y otras enfermedades degenerativas.” Fue música para mis oídos lo que escuché cuando entonó que los libros son el mejor gimnasio para fortalecer y expandir la inteligencia en todas las edades. Uno de sus mensajes más trascendentales los dirigió a los padres y abuelos presentes en el auditorio: léanle a sus hijos y nietos desde la temprana infancia. “La lectura es la ebullición de nuestras neuronas, un Big Ban luminoso en el recinto de nuestra mente”, sentencia la Vallejo en su Manifiesto por la lectura.  La admonición de mi hija Andrea, por mi excesiva complacencia de ponerle Cocomelon en la TV a mis dos nietas más pequeñas, unida al mensaje de Irene, me han hecho comprender que las chicas del 9 tendrán que migrar, inducidas quizás por un par de Oreocoins, al mundo mágico de la lectura.

 

Como bien señala la Vallejo, la lectura no necesariamente nos hará mejores personas, pero puede contribuir a hacernos más tolerantes. De lo que sí estoy seguro es que la lectura es el puente más seguro para transitar desde los territorios dominados por la arrogancia a los campos donde reina la humildad. Lo digo por experiencia propia. Cuando terminé mis estudios graduados en economía y regresé al país, no pude librarme de la arrogancia que brotaba en los seminarios donde se discutían modelos que, en aquel entonces, pertenecían a la frontera del conocimiento de la “ciencia” económica. Definitivamente, me contagié. A medida que han pasado los años, sin embargo, mi adicción a los libros y a la lectura, me ha dejado ver lo poco que sé sobre el área en que recibí el doctorado. La contemplación de todo lo publicado y la lectura de unos cuantos escaparates de ello, fue la vacuna que me liberó del virus de la arrogancia.

 

La lectura, definitivamente, es para valientes, para personas con coraje que no temen descubrir que nuestra ignorancia converge a infinito. Cuando observo mis libros y calculo que, en lo que me resta de vida, no tendré tiempo de leer o consultar una gran parte de ellos, tengo que reconocer que son ellos los que a diario me recuerdan la magnitud de mi ignorancia, me empujan a abrazar la humildad y me inscriben en la tribu del “solo sé que no sé nada” de Sócrates. El que tema descubrir su nivel de ignorancia, siempre se mantendrá alejado de los libros y la lectura. En mi caso, he aprendido a convivir con la identidad matemática que plantea que mi ignorancia es igual a infinito menos lo poco que he podido leer.

 

Si en un futuro lejano llegase a recibir el visado para ingresar al Cielo, desearía descubrir que el proyecto de la Gran Biblioteca de Alejandría fue exitosamente ejecutado por el Señor de la Tierra y el Cielo. De lo contrario, ¿qué sentido tendría la vida eterna sin una biblioteca que contenga “todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos”? El aburrimiento provocaría un acontecimiento sin precedentes en los llamados vivir eternamente: el suicidio colectivo de millones de almas cautivadas por El infinito en un junco de Irene Vallejo.

 

*Los artículos de Andrés Dauhajre hijo en elCaribe pueden leerse en www.lafundacion.do


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