Falta poco, muy poco, para que la República Dominicana se una finalmente a Camboya, Gabón y Egipto en el concierto de naciones donde el Procurador General de la República es nombrado por el Consejo Nacional de la Magistratura. Esa será, posiblemente, la más transcendental reforma a la Constitución de la República a ser sometida en los próximos meses a la aprobación de la Asamblea Nacional. De esa manera, quedará sellada la aspiración de muchos dominicanos de tener un Ministerio Público totalmente independiente, a diferencia de lo que sucede en 155 países del mundo donde el Procurador es nombrado por el Rey, el presidente de la República o el Primer Ministro, o en otras 17 naciones donde es nombrado por el Parlamento o el Senado de la República.
En lo que dicha reforma se materializa, debemos llamar la atención a otra que reviste posiblemente igual o mayor trascendencia y cuyo proceso de aprobación y ejecución debería estar libre de debate pues, con ella, estaríamos uniéndonos a más de 160 países del mundo que hace tiempo comprendieron que un Poder Judicial pobre, sobreviviendo como la cenicienta, no es compatible con el desarrollo integral de las naciones. Una nación que no distingue, valora y remunera adecuadamente a sus jueces, maestros y policías, tarde o temprano toma la ruta que han seguido la mayoría de los Estados fallidos del mundo. La reivindicación salarial de los maestros se inició hace más de una década y se potenció, a partir del 2013, con el 4% del PIB asignado a la educación inicial, básica y media. La presente administración ha iniciado la reestructuración de los salarios de los policías, indicando que la meta a alcanzar es un salario mínimo de 500 dólares mensuales antes del 16 de agosto del 2024, en el marco de una reforma policial que permita atraer recursos humanos más calificados al servicio de seguridad ciudadana. Esa es una reforma de gran trascendencia que merece recibir el respaldo de toda la población.
Por razones desconocidas, no hemos escuchado sobre los planes para dotar al Poder Judicial de los recursos que realmente necesita para poder ofrecer un servicio eficiente y confiable de justicia. Cuando observamos la dinámica de los recursos asignados y ejecutados en el Presupuesto General del Estado al Poder Judicial y a la Procuraduría General de la República durante las últimas tres décadas, parecería que nuestra clase política gobernante no asigna a la justicia el valor que tiene en el engranaje de la democracia. En el período 1990-1996, la justicia (Poder Judicial + Ministerio Público) apenas recibió entre 0.05% y 0.09% del PIB, una de las asignaciones más bajas del mundo. En esos años, gobernaba Balaguer, quien ante la crítica que recibía su administración por los bajos salarios que pagaba a los jueces respondía que “la dignidad de un hombre o una mujer no se lleva en el bolsillo, sino en la sangre”, sin ponderar que el salario de miseria que se pagaba a los jueces no alcanzaba para pagar simultáneamente el costo de la alimentación del hogar y la educación de los hijos. En el período 1997-2000, Leonel Fernández, consciente de que los jueces no podían ejercer una labor eficiente con las remuneraciones absurdas que pagaba Balaguer, hizo un esfuerzo notable y llevó el gasto del gobierno en justicia de 0.09% del PIB en 1996 a 0.26% en el 2000. Hipólito logró llevarlo a 0.32% del PIB en el 2001. Sin embargo, cerró con 0.24% en el 2004, debido en parte a los estragos causados por la crisis bancaria. Durante los siguientes 8 años de Fernández, el gasto en justicia osciló entre 0.32% y 0.38% en los primeros 4, para luego regresar como la piedra de Sísifo a la meseta de 0.28% del PIB en el 2012. En los primeros 4 años de Danilo Medina, el gasto en justicia aumentó ligeramente, cerrando en 0.30% del PIB en el 2016. En su segundo período, el esfuerzo se acentuó, producto de una mayor asignación de recursos al Ministerio Público, que en nuestro país tiene la administración penitenciaria, incluyendo la construcción y mantenimiento de los recintos carcelarios. Eso explica la mayor parte del aumento del gasto en justicia desde 0.30% del PIB en 2016 a 0.43% en el 2020. En el Presupuesto General del Estado del 2021, el gasto en justicia sufre una caída brusca, al bajar a 0.32% del PIB, similar al nivel registrado hace 20 años, en el primer año completo del gobierno de Hipólito Mejía.
El 0.32% del PIB que el Gobierno dominicano gastará en justicia es, después del 0.30% de Nicaragua, el más bajo de la región. En contraste con el promedio de 1.0% prevaleciente en la región, no llega ni a la tercera parte. Un contraste similar se observa cuando vemos la remuneración promedio de los jueces de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) en la América Latina. La remuneración promedio mensual que reciben nuestros jueces supremos (US$6,789) es una de las tres más bajas de región, por encima únicamente de El Salvador (US$5,541) y Nicaragua (US$5,000). Frente a la remuneración promedio que reciben los jueces supremos de la región (US$10,622), nuestro rezago alcanza un 36%. Esa brecha prácticamente se mantiene cuando bajamos en la estructura desde los magistrados de la SCJ a los jueces de Primera Instancia, los cuales devengan una remuneración mensual de RD$138,600 (US$2,410).
El gobierno dominicano, nos imaginamos, se encuentra actualmente elaborando el proyecto de reforma fiscal integral que sometería a la consideración del Poder Legislativo en el último cuatrimestre del 2021. Es importante que, antes de diseñar la nueva estructura tributaria, los Ministerios de Hacienda y Economía realicen un ejercicio serio sobre las necesidades de recursos de las ramas del Estado que no pueden seguir sobreviviendo como cenicientas. De esa manera, podrán tener un mejor estimado de los recursos adicionales que debería producir la reforma. Todos reconocemos que la modernización del servicio de seguridad ciudadana va a requerir una mayor inversión de recursos. Lo mismo sucede con la inversión pública en infraestructura física, la cual deberá estabilizarse en el rango 4%-5% del PIB. En el caso de la justicia será necesario asignar un mínimo de 1% del PIB, meta que debería alcanzarse en no más de tres años. Quienes consideren que ese monto es exagerado, piensen de nuevo. En El Salvador invierten 2.2% del PIB, en Panamá 2.0%, en Honduras 1.9% y en Costa Rica 1.8%. Lo que estamos planteando es llevarlo, en tres años, a la mitad del nivel prevaleciente en Centroamérica. ¿Es mucho? No. Lo que sucede es que queremos una justicia de primer mundo pagando salarios y asignando recursos como hacen los países de quinto mundo.