Por Andrés Dauhajre hijo. nov 27, 2022

Cuando a los dominicanos se les ha preguntado cuál es el país que más admiran, una mayoría abrumadora responde Estados Unidos de América (EE. UU.). Entre todos los latinoamericanos, los dominicanos exhibimos el nivel más alto de opinión positiva sobre los EE. UU., alcanzando, según la medición Latinobarómetro 2008, el 88% de la población. Aunque en la última encuesta Latinobarómetro que hizo esta pregunta, la de 2013, nuestra opinión positiva de EE. UU. bajó a 76% (sexta posición), seguimos liderando este ranking si se tiene en cuenta que en 4 de las 6 mediciones en que hemos participado (2004-2008 y 2013) ocupamos el primer lugar, con un pico de 93% de positividad en 2006.

 

 

No sólo admiramos y aplaudimos las oportunidades que la economía más grande del mundo ha dado a la diáspora dominicana de casi 2.4 millones (1.17 millones de residentes en EE. UU. nacidos en República Dominicana y 1.22 millones de ascendencia u origen dominicano), sino también, la acogida que esa gran nación ha dado al talento dominicano en el deporte profesional (béisbol y baloncesto), en la música, en la política y en sus universidades.  A lo anterior debemos agregar el faro de luz que el sistema político estadounidense ha representado para todas las naciones comprometidas con los pilares y las instituciones de la democracia liberal y el fortalecimiento sostenido de las mismas.

 

 

Digna es de admiración que una nación cuyos padres fundadores establecieron la institución de la esclavitud en la Declaración de Independencia de 1776 y otorgaron a los propietarios de esclavos un poder político desproporcionado en la Constitución de 1789, ochenta y siete años después de su independencia, el 1ro. de enero de 1863, haya tomado la decisión de abolir la esclavitud al declarar “que todas las personas detenidas como esclavos” dentro de los estados rebeldes “son, y en adelante serán libres”; que siete años después, a través de la 15a Enmienda de la Constitución de 1870, los hombres afroamericanos adquirieron el derecho al voto;  que cincuenta años después, a través de la 19a Enmienda de la Constitución de 1920 la mujer recibió el derecho a votar; que treinta y cuatro años después, gracias a la sentencia Brown contra la Junta de Educación de 1954, esa gran nación comenzó a desmontar las instituciones de “separación de raza” originadas en las leyes Jim Crow; y finalmente, que diez años después, gracias a la Ley de Derechos Civiles del presidente Lyndon Johnson, fue declarada la ilegalidad de todo tipo de discriminación contra los afroamericanos, incluyendo las dilatadas segregaciones en las escuelas públicas, los colegios y las universidades de los EE. UU.  A pesar de que muchos estadounidenses consideran que prevalecen lastres de discriminación contra los afroamericanos en EE. UU., debemos reconocer que los progresos en favor de la libertad alcanzados en los últimos 246 años han sido extraordinarios.

 

 

Mi formación de economista adicto a la búsqueda, observación y análisis de los datos, me obliga a reconocer una de las características que más admiro de los EE. UU., la diversificación, inmensidad y solidez de las informaciones estadísticas que esa nación exhibe sobre todo tipo de variable institucional, política, económica y social.  Pocas naciones en el mundo exhiben bases de datos tan completas y dilatadas como las de EE. UU.  Contar con esos datos e informaciones permite validar el inquebrantable compromiso que tiene la nación más poderosa del mundo con el respeto y el cumplimiento de sus leyes.

 

 

En estos días en que se ha estado debatiendo el derecho que tienen las naciones de hacer cumplir las leyes, resoluciones y normas que sirven de marco institucional a sus políticas migratorias, nos detuvimos un momento a analizar la rigurosidad y consistencia que ha exhibido el Gobierno estadounidense en esta área, consciente de las trascendentales implicaciones que las políticas de inmigración tienen en el progreso y desarrollo de las naciones. Escogimos a EE. UU. porque, al igual que República Dominicana, es una nación en la cual el 13.9% de su población es inmigrante (46.2 millones de inmigrantes, incluyendo 10.3 millones de ilegales, en una población total de 332.2 millones en 2021).  En nuestro caso, aunque los datos no son tan confiables como los de EE. UU., se estima que el año pasado, el total de la población inmigrante en nuestro país ascendió a 1.29 millones (12.2% de la población total), incluyendo el estimado de 413 mil inmigrantes ilegales. Como se observa, aunque los EE. UU. tiene una población inmigrante ligeramente mayor que la nuestra (13.9% versus 12.2%), República Dominicana, inducido posiblemente por la mayor porosidad de nuestra frontera, tenemos una proporción de ilegales en su población inmigrante (32%) mayor que la que enfrenta EE. UU. (22%).

 

 

¿Ha sido celoso y riguroso el país más admirado por los dominicanos en el cumplimiento de su institucionalidad inmigratoria?  Dejemos que los datos oficiales de la gran nación del Norte respondan.  Entre 1927 y 2020, los EE. UU. han deportado 48.7 millones de personas.  Adicionalmente, entre 1892 y 2020 han detenido 8.9 millones de personas para audiencias celebradas ante un juez de inmigración para determinar si la persona detenida puede permanecer en los Estados Unidos. Resalta la intensificación de las deportaciones en los últimos 50 años.  Entre 1970 y 2020, 42.2 millones de personas ha sido deportadas por EE. UU., lo que indica que, en promedio, los gobiernos que ha tenido esa nación han deportado anualmente a 827,492 personas, es decir, 2,265 personas por día.

 

 

Los estadounidenses, a pesar de valorar los aportes de los inmigrantes a la economía y a la promoción de la diversidad cultural, por alguna razón han entendido que la inmigración descontrolada e ilegal no es conveniente.  Si el gobierno de EE. UU., que exhibe una relación de ingreso fiscal/inmigrantes ilegales de US$702,338 por inmigrante ilegal ha sido celoso y riguroso en regular la inmigración, como lo revela su política de deportaciones de inmigrantes ilegales, ¿qué podría esperarse del gobierno de República Dominicana, que apenas cuenta con ingresos fiscales ascendentes a US$35,648 por inmigrante ilegal en nuestro territorio, es decir, veinte veces menos que el Gobierno de EE. UU.?

 

 

A pesar de que un estudio reciente del “Center for American Progress” (CAP) de los EE. UU. estimó que otorgar la nacionalidad a los más de 10 millones de inmigrantes ilegales en los EE. UU. generaría un aumento de US$1.7 trillones en el PIB de ese país en los próximos 10 años, el gobierno de esa nación sigue deportando inmigrantes ilegales, a tal punto que mientras en el 2018 el total de inmigrantes ilegales en los EE. UU. ascendía a 11.4 millones, en el 2021 se redujo a 10.3 millones. El gobierno de EE. UU. tampoco ha seguido las recomendaciones de economistas que le han planteado que frente a la incapacidad de la economía estadounidense de llenar el total de vacantes de empleos (10.717 millones) con el total de la población económicamente activa desempleada (5.753 millones) a septiembre de 2022, lo que arroja un faltante de mano de obra de 5 millones de personas, debería abrir las fronteras para importar trabajadores extranjeros y, de esa manera, reducir las presiones inflacionarias que emanan de un mercado laboral afectado por un exceso de demanda.  La fuerte demanda de trabajo en sectores de servicios (cuidado de la salud, asistencia social, hotelería, alimentación, construcción, manufactura y comercio de detalle), podría ser parcialmente cubierta con mano de obra de países que, como Haití, tienen necesidad de exportar recursos humanos con deseos de trabajar en el exterior, los cuales aliviarían, con sus remesas, el drama que enfrentan muchos hogares haitianos para sobrevivir. República Dominicana acoge en estos momentos 1.2 millones de haitianos, incluyendo ilegales.  No hay dudas de que EE. UU. está en capacidad de absorber mucho más de los 696,982 que sus precisas estadísticas registraban en el 2020.

 

 

El gobierno del presidente Biden debería reconocer lo que ha significado para el mundo la inmigración hacia los EE. UU. en búsqueda del American Dream, el Santo Grial para millones que viven en la pobreza y no encuentran oportunidades en sus países de origen.  El libro “Streets of Gold: America’s Untold Story of Immigrant Success,” de los profesores Ran Abramitzky, de Stanford, y Lea Boustan, de Princeton, publicado este año, a partir de herramientas de la ciencia de datos y análisis estadístico riguroso apoyado en narrativas reflexivas,  nos revela, como afirma Daron Acemoglu, profesor del MIT, que “los inmigrantes se benefician de venir a los EE. UU., pero también lo hace el país por la diversidad, las habilidades y la energía que aportan.” República Dominicana, no puede hacer más de lo que ha hecho por Haití. Nuestra economía es muy pequeña y nuestro gobierno es fiscalmente muy pobre. Si los EE. UU. tienen la capacidad y la necesidad de abrir sus “Streets of Gold” a cientos de miles de haitianos con deseos de trabajar, ¿qué sentido tiene forzar al gobierno de República Dominicana, que no tiene recursos para atender las demandas de su población, incluyendo los inmigrantes legales que ha acogido, a abrir su frontera y sus Calles de Caliche a sus vecinos haitianos?


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