Por Andrés Dauhajre hijo. jul 02, 2023

El 1ro. de junio de 2019, al juramentarse como presidente de El Salvador, recibe el currículum vitae de los miembros de la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18 (en lo adelante, Mara). Verdaderamente impresionante. Dominaban a la perfección todas las áreas imaginables del crimen: asesinatos, sicariato, terrorismo, tiroteos en masa, feminicidios, desmembramiento de cadáveres, violaciones de niñas, niños y mujeres, proxenetismo, trata de personas, secuestros, narcotráfico, robo, asalto, extorsión, lavado de dinero, crimen organizado, tráfico de armas, e inmigración ilegal.

 

Un reportaje de la BBC del 1ro. de febrero de 2019, iniciaba diciendo: “No hay duda de cómo en El Salvador, considerado según las estadísticas como ‘el país más violento del mundo’, las pandillas condicionan la vida de su población. Ellas son el origen de la violencia que, junto a la pobreza y falta de empleo, los salvadoreños identifican como su principal preocupación, y que los lleva a abandonar el país buscando mejores oportunidades en peligrosos viajes, como las últimas caravanas de migrantes hacia Estados Unidos. La magnitud e influencia de estos grupos delictivos es tan grande como difícil de precisar. Pero su presencia se siente en casi todos lados. No en vano, se estima que hay entre 30.000 y 60.000 miembros de pandillas en un país donde viven poco más de seis millones de habitantes. Es decir, cerca del 1% de la población total.”

 

Frente a la realidad que enfrentaba el joven presidente, tenía dos opciones. La primera era transitar, sin desviarse un solo momento, por el sendero de la institucionalidad penal vigente, la cual, por razones que desconocemos los no salvadoreños, no pudo evitar que El Salvador se convirtiera en la geografía más violenta del mundo. La otra opción, la que ha provocado el rasgado de vestiduras en los templos donde oramos los creyentes en la democracia liberal y respetuosa de los derechos humanos (incluyendo los de aquellos que, luego de violar y asesinar a una niña, proceden a desmembrar su cuerpo), consistía en el otorgamiento de una licencia temporal (sabático) a la fallida institucionalidad y adoptar medidas tan dramáticas como drásticas, como la separación definitiva de los pandilleros y miembros de la Mara, del restante 99% de la población que también está inscrito en el padrón de tenedores de derechos humanos. 

 

En otras palabras, la alternativa del joven presidente salvadoreño era simple: optaba por respetar los derechos humanos del 1% de los salvadoreños que habían hecho del arcoíris completo del crimen su modus vivendi y evaporaba los derechos del restante 99% de la población, u optaba por salvaguardar los derechos humanos de la mayoría (99%) de los salvadoreños, encerrando al 1% que constituía una de las fuentes de violencia más perversas y sanguinarias que ha registrado la región en toda su historia.

 

El presidente salvadoreño decretó hace un año un régimen de excepción que, hasta ahora, le ha permitido sacar de las calles a la Mara. El diario El País, el pasado 4 de marzo, afirmó en su Editorial que “el maltrato y la vejación” a la Mara “por parte del Estado son incompatibles con el respeto a los derechos humanos”. Indicó que las imágenes de la guerra contra las maras emprendida por el gobierno de El Salvador, “dejó el pasado fin de semana unas imágenes que traspasan los límites más elementales de la dignidad humana.” Ese diario y Gustavo Petro coinciden en que Bukele “ha optado por la burla, la humillación y el matonismo, en lugar de atender a las causas que están en el origen de la delincuencia, como la miseria, la falta de servicios o la educación.” No queremos imaginar cuál fue la opinión que tuvo El País, sobre los azotes con caña y 9 meses de cárcel a los dos jóvenes alemanes que pintaron un graffiti sobre un vagón de un tren en el Singapur que creó Lee Kuan Yew. Mucho menos podemos imaginar su opinión sobre Jehová, el Señor responsable, según Génesis 19:24-25, de la destrucción de Sodoma y Gomorra, quién haciendo caso omiso a los derechos humanos de sus habitantes, lanzó desde el Cielo una llamarada de fuego y azufre contra ambas, convencido de que “los hombres de Sodoma eran malos y pecadores contra el Señor en gran manera.” Nos imaginamos que la violación, muerte y desmembramiento del cadáver de una niña, luego de ser violada y asesinada por un miembro de la Mara, sería percibido como el pecado contra el Señor de un hombre malo.  Bukele, no los ha quemado vivos; simplemente los ha aislado de la sociedad para evitar que esas prácticas se repitan.

 

Mientras el palco donde nos sentamos los fanáticos extranjeros de la democracia liberal, progresista e inquisidora de todo lo que no cumpla al pie de la letra sus preceptos y mandatos, critica la “mano visible” del presidente Bukele, la mayoría de los salvadoreños, si las encuestas de opinión pública no mienten, parecen aprobar la decisión de establecer el necesario apartheid social que ha separado, indefinidamente, a los hacedores del crimen de sus potenciales perjudicados, el 99% de los salvadoreños.  

 

El problema fundamental de nosotros los demócratas liberales es que asumimos que cualquier desvío transitorio, por necesario que resulte, de los principios, valores y mandatos de la biblia del liberalismo democrático y progresista, es malo y, por tanto, debe rechazarse, claro, mientras no sea una hija o nieta de uno de nosotros la víctima. Entre esa forma de pensar y el protocolo de evaluación de la Inquisición, no existe mucha diferencia. La democracia liberal y progresista occidental, sin darse cuenta, se ha hecho cada vez más intolerante. Es esa creciente intolerancia la que nos impide escuchar, ponderar y comprender los retos que, en ocasiones, enfrentan los gobernantes del mundo cuando tienen de frente a pequeños segmentos poblacionales conformados por individuos que biológicamente se clasifican como seres humanos, pero cuyo comportamiento no difiere en lo absoluto del que exhiben a diario los animales salvajes en el Serengueti y Masái Mara.

 

Si los demócratas liberales no aprendemos a escuchar con sentido de apertura y sin prejuicios, los retos que enfrentan quienes nos gobiernan y a entender que, en ocasiones, el otorgamiento de sabáticos a determinados preceptos institucionales son transitoriamente necesarios hasta que pueda restablecerse la ley y orden, correremos el riesgo de irnos convirtiendo en minorías cada vez más pequeñas y crecientemente irrelevantes para los pueblos que sufren cuando los gobiernos olvidan que, así como los mercados fallan, la democracia liberal y progresista también puede fallar, necesitando de una mano visible que le permita recuperar el rumbo perdido.

 

Para muchos Bukele es un populista de derecha, un embrión de dictador. Si por populista se quiere decir que desde que asumió la presidencia se ha convertido en el presidente más popular de la región, si lo medimos por la favorabilidad promedio de 90% que ha exhibido en su mandato, entonces el calificativo es apropiado. Si por derecha se entiende que durante su mandato ha privilegiado el derecho de la mayoría de los salvadoreños a vivir libres de la inseguridad más agobiante de toda la región, entonces lo es. Si por dictador se entiende que no se ha doblegado frente a los edictos de la democracia liberal occidental y que al igual que el autoritario Lee Kuan Yew, desconfía de la receta pura de esta versión de la democracia para lidiar con los problemas y retos particulares que enfrentan los gobiernos en el Asia y en la América Latina, entonces Bukele es un dictador, por el momento, con el respaldo popular del 90% de los salvadoreños. Resultará cuesta arriba convencerlo de que está equivocado. ¿Quién lo va a convencer? ¿Boric o Macron?

 

 


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