Por Andrés Dauhajre hijo. feb 25, 2024

Mientras Xi Jinping, Vladimir Putin y otros gobernantes preocupados por el uso del dólar como arma para debilitar económicamente a países que no comulgan religiosamente con la agenda de intereses de los EE.UU. evalúan opciones para reducir el cuasi-monopolio del dólar como moneda de reserva y de pago de transacciones de comercio internacional, algunos gobiernos de la América Latina y el Caribe han ponderado la dolarización formal de sus economías como una forma de poner punto final al Macondo de devaluaciones rampantes y  sucesivas erupciones inflacionarias desatadas por los volcanes monetarios o bancos centrales latinoamericanos cuando financian los déficit públicos con emisiones de moneda soberanamente empobrecedoras. El caso más reciente ha sido el del presidente de Argentina, Javier Milei, quien durante la campaña electoral planteó que la dolarización formal era la única decisión de política económica creíble para sofocar permanentemente la inflación.

 

En 1904, Argentina, con una población de 5.5 millones de personas, exhibía el sexto PIB per cápita más elevado del mundo; solo EE. UU., Australia, Nueva Zelanda, Bélgica y Gran Bretaña tenían un PIB por habitante más elevado.  120 años más tarde, Argentina, un país que al ejercer su derecho de emitir su propia moneda tendría la ventaja de contar con un Banco Central dotado de capacidad para ejecutar la política monetaria más apropiada para hacer frente a las diferentes coyunturas que pudiesen presentarse, fue cayendo estrepitosamente en el ranking mundial del ingreso per cápita.  De la posición 6 que ocupó en 1904, pasó a ocupar la 71 el año pasado.    

 

En el año en que Argentina era la sexta economía más rica del mundo, Panamá decidió renunciar a la soberanía monetaria. A través de un Convenio Monetario con los EE. UU. firmado en 1904, Panamá adoptó formalmente el dólar estadounidense como moneda, con lo cual renunciaba a tener un Banco Central y, por tanto, al derecho de hacer política monetaria.  Estoy seguro de que muchos de los economistas que hoy sostienen que la dolarización constituye una decisión desacertada y no aconsejable para cualquier país, seguramente habrían aconsejado a las autoridades del Gobierno de Panamá de 1904 no incurrir en la metida de pata que significaba adoptar el dólar de EE. UU. como la moneda de curso legal en esa pequeña nación. Habrían resaltado que, para una economía pequeña como Panamá, cuyo crecimiento vendría a través de la apertura al comercio y la inversión internacional, debía ejercer el derecho de tener su propia política monetaria, beneficiarse del señoreaje que brota cuando un Banco Central emite moneda local, devaluar su moneda para responder a choques externos desfavorables y disponer de un prestamista doméstico de última instancia (el Banco Central) ante situaciones de fragilidad o quiebra de bancos que requiriesen inyecciones de liquidez para evitar una fuerte caída de la economía real.

 

En 1904, el PIB por habitante de Argentina era 3.2 veces el de Panamá, un país que ese entonces tenía una población de solo 275,000 habitantes. El año pasado, a pesar de que Panamá había renunciado a su soberanía en materia de política monetaria, su PIB per cápita fue 1.4 veces mayor que el de Argentina.  A pesar de haberse dolarizado formalmente hace 120 años, Panamá ha logrado progresar a un ritmo excepcional, hasta el punto que, en 2023, su PIB per cápita de paridad de poder adquisitivo (PPP) en dólares corrientes internacionales (US$42,738) fue 43%, 47%, 59%, 61%, 67% y 71% más elevado que el de Chile, Uruguay, Costa Rica, Argentina, República Dominicana y México, respectivamente. Entre 1980 y 2023, el PIB per cápita de paridad de poder adquisitivo (PPP) en dólares corrientes internacionales de Panamá creció a una tasa anual promedio de 5.88%, el ritmo más acelerado de la región.

 

Al no tener Banco Central, Panamá ha podido exhibir tasas de inflación comparables a las de EE. UU.  Los años de mayor tasa de inflación en Panamá (1974, 16.3%; 1980, 13.8%), fueron precisamente los años de mayor tasa de inflación en los EE. UU. (1974, 11.1%; 1980, 13.5%).  Entre 1960 y 2023, la tasa de inflación anual promedio de Panamá fue de 2.6%, ligeramente por debajo del promedio de 3.8% registrado por EE. UU. en ese período y muy por debajo del 7.7% de Guatemala, 10.3% de República Dominicana, 11.1% de Costa Rica, 13.9% de Colombia, 18.5% de México, 36.8% de Uruguay, del 40.1% de Chile (1971-2023), 208.3% del Perú y 222.8% de Bolivia. No creo necesario mencionar las hiper-anomalías de Argentina y Venezuela.

 

Al no poder recurrir al financiamiento inflacionario del Banco Central pues no tiene uno, Panamá ha tenido que depender más que el promedio de los países de la región del endeudamiento público externo para financiar sus déficits públicos, principalmente en aquellos años de aumentos considerables del gasto de capital en grandes proyectos de inversión pública, fuertes choques externos y perturbaciones impredecibles como la pandemia del Covid-19. A pesar de eso, Panamá ha logrado ir reduciendo su deuda pública desde el nivel máximo de 105% en los años 1988-89 a 52.8% en el 2023.

 

Teniendo el exitoso ejemplo de Panamá, el cual contrasta con un escaparate latinoamericano repleto de episodios de hiperinflación y mega-devaluaciones, resulta comprensible que algunos gobiernos de la región, en algún momento, hayan ponderado favorablemente la posibilidad de renunciar a la soberanía monetaria que resultaría de una dolarización formal de sus economías. Lo que no resulta comprensible es el déficit de visión y la falta de interés de los gobiernos de los EE. UU. en no proveer acuerdos y convenios razonables con los países de la América Latina y el Caribe que tuviesen interés de dolarizar sus economías.  Más aún cuando el propio presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha sido una de las voces externas que más ha aconsejado públicamente al gobierno de Argentina no incurrir en el error de dolarizar su economía.

 

Vista a largo plazo, la dolarización sería beneficiosa para EE. UU. no solo por los ingresos adicionales del señoreaje que obtendría la Reserva Federal cada vez que un país ingrese a la Dólarzone, sino que al reducir la incertidumbre en los países que se dolarizan gracias a la desaparición del riesgo cambiario y la imposibilidad de los gobiernos de financiarse con crédito neto del Banco Central, el flujo de inversión, tanto nacional como extranjera, hacia las economías dolarizadas se aceleraría, creando las condiciones para un comercio bilateral más intenso con la principal economía del mundo. 

 

Es cierto que los economistas de los países adheridos a una eventual Dólarzone seríamos los más afectados al perder una rama de trabajo (política monetaria y cambiaria) que acoge a una buena parte de nosotros.  Reconozcamos, con humildad, que hemos sido parcialmente responsables del caos de inestabilidad y la sequía de credibilidad pues no supimos convencer a los políticos de que la emisión monetaria de los bancos centrales casi siempre genera una adicción que termina destruyendo las economías y las naciones. Los economistas no debemos olvidar nunca aquella famosa caricatura del desfile militar en la Plaza Roja de Moscú, en la cual, un invitado internacional, luego de ver la impresionante caravana de 24 misiles nucleares, pregunta a Nikita Khruschev quiénes son los dos hombres vestidos con trajes de color gris que van desfilando detrás de los misiles.  “Ahhhh”, respondió el entonces líder de la Unión Soviética, “esos dos son los economistas, nuestra arma secreta; su capacidad de destrucción es ilimitada.”

 


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